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Como alcanzar la serenidad

LA SERENIDAD, la emoción que nos ayuda a gestionar el dolor y los obstáculos de la vida

Supone la aceptación sin resignación, el desapego sin frialdad, la reflexión con acción y el camino desde el desorden al propósito. Es siempre el rayo de luz que indica que nos acercamos a la senda de la recuperación, aunque antes nos vayamos a encontrar con algunas piedras en el camino.

No se puede prometer la luna, es decir, vivir en un estado permanente de tranquilidad, porque esta emoción requiere un entorno sosegado para disfrutar de ella y el horizonte está movidito: hay guerras, carencia, pandemias y pospandemias, desesperación…

Para colmo, junto con las ahora llamadas ‘personas vitamina’, convives con ‘personas toxina’ empeñadas en hacerte vomitivo el día, a conciencia o sin saberlo (la mayoría de los tóxicos con pedigrí traen de serie la creencia de que son tipos guay, a los que los demás no conocen bien porque tienen ese «je ne sais quoi», ese no sé qué, que produce envidia).

Tampoco se puede prometer las estrellas, es decir, un estado inalterable de paz interior «ommm», donde tus pensamientos, emociones, sensaciones y pulsiones conviven en el mar del sosiego.

Nuestra mente es como un mono, afirma el budismo, que salta de rama en rama, del whatsapp al mail, de éste a YouTube pasando por Instagram y las últimas noticias, con el apoyo maléfico de las notificaciones, para quedarse moneando después, durante horas, en la rama del árbol llamada «la preocupación de turno».

Entonces, ¿la tranquilidad y la paz interior no son posibles en un mundo como el nuestro? A pesar del escepticismo inicial, la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Estas dos emociones se pueden conseguir de manera más estable gracias a otra emoción que es la llave maestra en el camino del bienestar: la serenidad.

Es la Estrella Polar que indica la dirección adecuada, sobre todo, cuando arrecian las tormentas de la vida, ya sean internas o externas. Tiene como marco de referencia la realidad, es decir, asumir las cosas como están para poder actuar sobre lo que se puede cambiar o aceptar aquello a lo que no tenemos alcance.

SERENIDAD

Supone haber adquirido un buen grado de autoconocimiento (pertenece a la familia de la alegría, la emoción positiva que señala la conexión con uno mismo) para observar lo que sucede tal y como se presenta, sin autoengaños y apegos.

Si estoy triste, es una realidad interna que no va negada, pues solo aceptando esa emoción puedo transformarla. Si mi compañero es un tipo competitivo asumo este aspecto y, no comparto con él mis ideas pues seguramente se las atribuya y buscaré al generoso para ello. Es admitir los días de lluvia por lo que son, días en los que hay que salir con paraguas.

Es una capacidad con la que no nacemos, pero que se puede aprender, sobre todo, tolerando la frustración cuando las cosas no son como uno quiere. «Lo que resistes, persiste», es un patrón mental que sugiere que -como en las arenas movedizas- cuanto más niegas la realidad, más te hundes en ella.

Con la serenidad tenemos la perspectiva general de la situación (posición estratégica) y el manejo emocional suficiente para actuar (posición táctica). Por lo tanto, serenarse consiste en admitir como están las cosas y modificar tu respuesta en consecuencia.

Así lo hizo Juan, que estaba desesperado en su trabajo con una jefa insegura y dominante que le volvía loco. Tomó perspectiva, se dio cuenta de que no quería cambiar de trabajo con sus 50 años y más de 20 dedicados a esa empresa. Decidió estabilizar su estado de ánimo y cambiar el foco de la «injusticia de sus desvaríos» a la búsqueda de herramientas de mediación con ella.

TRAMPAS PSICOLÓGICAS

La serenidad es siempre el rayo de luz que indica que se acerca la senda de la recuperación, pero antes nos vamos a encontrar con algunas piedras en el camino, en forma de trampas psicológicas o resistencias al cambio. Las de Juan fueron estas:

La ilusión de control. La tendencia humana, a creer que cuando las cosas se ponen feas hay que pasar a tener todo dominado. El control ayuda, pero también hay que admitir que hay asuntos incontrolables (como la mente de su jefa). El deseo de prever la conducta de ella le llevó al descontrol de su propia vida.

La hiperactividad. ¿Conoces a alguna de esas personas hiperactivas que siempre tienen 1.000 cosas que hacer y casi nunca descansan? Seguramente esconden dolor y malestar bajo tanta actividad. Juan tenía auténtico miedo al aburrimiento.

El enganche al sufrimiento. Durante un tiempo, disfrutó de la compañía de un «corralito de compañeros solidarios» con los que recreaba su papel de coprotagonista de su drama laboral. Obtenía mucha atención y eso le hacía sentir bien, pero era rebozarse en el fango.

El autoengaño. Consiste en tener objetivos poco realistas pero muy bien razonados. La pista de que hay una brecha demasiado amplia entre las expectativas y la realidad suele ser que todo cuesta un esfuerzo desmedido. Hablar con Juan era como escuchar a alguien que iba a participar en las olimpiadas cada día.

El bucle emocional. Los pensamientos que provocan ansiedad o enfado no son en sí mismos el problema sino el crédito que le damos. Le recordé la respuesta de Lama Gangchen Rimpoche (un lama médico tibetano al que tuve la suerte de conocer) cuando le pregunté si nunca se enfadaba. Se rio y dijo: «Sí, solo que ya no me importa».

El apego a la lucha. Un día, cuando Juan fue adquiriendo serenidad, uno de sus colaboradores le dijo «dile a tu psicóloga que te de armas para luchar». Se sorprendió, porque estaba acercándose a sus metas más que nunca. Entendió que, en un mundo acelerado como este, algunos percibían su serenidad como inactividad o debilidad.

La serenidad es, al fin, la aceptación sin resignación, el desapego sin frialdad, la reflexión con acción, del desorden al propósito. Como reza en la oración de la serenidad atribuida a Francisco de Asís: «Dios mío, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia». ¿Complejo? Sí, pero posible y el destino vale la pena.

Artículo publicado por Isabel Serrano Rosa en el suplemento Zen del diario El Mundo el 26 de enero de 2023

https://www.elmundo.es/vida-sana/mente/2023/01/26/63cfb15121efa030688b456e.html

COMO RECUPERAR LA SERENIDAD

Factores Tóxicos en la familia

Rasgos familiares tóxicos que afectan en la infancia

En la familia crecemos, nos desarrollamos y aprendemos, es el primer escenario en el que lo hacemos. Todo lo que vivimos en la infancia marca,  el tipo de relaciones que se tiene con los padres y/o cuidadores, el estilo educativo recibido, todo influye en la personalidad del niño, en sus creencias y sobretodo en su salud mental. La familia además de educar y fomentar el aprendizaje, genera una serie de hábitos y dinámicas entre sus miembros, cuando éstos son negativos acaban perjudicando el desarrollo físico y psicológico del niño.

El estudio de “La salud mental en la infancia” del Centro de Desarrollo Infantil de la Universidad de Harvard, demuestra que los cimientos de la salud mental se construyen muy pronto en la vida, “pues las experiencias tempranas —que incluyen las relaciones de los niños con los padres, los cuidadores, los familiares, los maestros y los compañeros— moldean la arquitectura del cerebro en desarrollo. Las perturbaciones en este proceso de desarrollo pueden afectar las capacidades del niño para aprender y relacionarse con los demás, con implicaciones para toda la vida”.

Lamentablemente, en ocasiones la familia no resulta ser un hogar seguro, sino que se convierte en un factor de desequilibrio emocional. Muchas familias no son conscientes de ello, pero su comportamiento puede afectar negativamente a sus hijos, sus actitudes dañinas  afectan la estabilidad emocional y psicológica del niño. Existen varios factores de “toxicidad” familiar que afectan negativamente a los niños, estos son 6 rasgos que podemos encontrar en esas dinámicas familiares:

  1. Etiquetas y roles:  Los adultos tendemos a poner etiquetas a los niños, definirles nos ayuda a crear una expectativa sobre ellos (saber si tengo un niño bueno o malo), pero para el niño tiene gran impacto emocional. Los niños, por su parte, con esa necesidad de ser aceptados y atendidos por sus figuras de referencia (padres, profesores, cuidadores…), hacen lo posible para cumplir dichas expectativas y adoptan el rol con el que sus adultos se refieren a él.  El “Efecto Pigmalión” genera niños con poca confianza en sí mismos, temerosos o por el contrario, temerarios, sin miedo a nada. Asumen la etiqueta y se comportan en función de lo que los demás suponen que son, pero no logran un autoconcepto propio ni ideas propias sobre sí mismos.
  2. Quien bien te quiere te hará llorar”: Según El Observatorio de la Infancia, la violencia (física y psicoemocional) ejercida durante la etapa infantil es uno de los factores de mayor incidencia en los problemas de salud mental de los niños. Además de diferentes patologías como ansiedad, depresión, trastornos del desarrollo, de la afectividad y del aprendizaje, el niño crece con la idea de que es no es digno de amor, cree que lo que su familia hace es lo que merece recibir, sintiéndose culpable por ello, que tiene que soportar el malestar que los demás le proporcionan en cada etapa de su vida, dando lugar a trastornos de dependencia emocional o drogodependencias en la adolescencia y la edad adulta.
  3. Proyección de inseguridades y frustraciones parentales:  El miedo a decepcionar al adulto es uno de los que más afectan a los niños. Como padres vemos las potencialidades en los niños en función de nuestros gustos y aficiones. En ocasiones, vemos en nuestro hijo el reflejo de aquel sueño que no cumplimos en nuestra infancia, y que ahora, creemos que tiene una segunda oportunidad, pensamos que nuestro hijo es el que puede tomar el testigo de nuestro objetivo no alcanzado. Esto lleva a los niños a complacer a los padres, crecen y aprenden a tomar decisiones con el objetivo de agradar al resto del mundo, de evitar conflictos, sin pensar en lo que quieren ni sienten ellos mismos. Acaban convirtiéndose en adultos dependientes y con autoestima baja, con una cierta tendencia a la codependencia y autosabotaje.
  4. Sobreprotección y traslado de miedos paternos: Los padres tememos por los hijos, desde que nacen tratamos de evitarles cualquier daño, que no se frustren, que no se enfaden, de que no sientan decepción… para lo cual, les damos todo, les facilitamos muchas tareas que podrían hacer ellos solos, lo que genera en los niños inseguridad, falta de valía personal, incapacidad para hacer tareas de manera autónoma. Son niños irresponsables y con dificultades para gestionar la ira, la rabia o la frustración que supone enfrentarse a la vida y al mundo real, donde a veces hay momentos de incomodidad y donde no siempre se consigue todo lo que queremos.
  5. Padres manipuladores y extorsionadores que intrumentalizan a los hijos:  En algunas familias se desarrolla la creencia de que los hijos son propiedad de los padres, para algunos tener hijos es tener a alguien a su servicio para conseguir los propios deseos, utilizan el chantaje para lograrlo e incluso, los niños son utilizados para resolver problemas de pareja como mensajeros o como elemento para hacer daño al otro progenitor. Estos niños se convierten a su vez en expertos manipuladores, son niños con poca empatía y con la creencia de que siempre pueden salirse con la suya. Tienen poca tolerancia a la frustración y una sensación de poca valía personal.
  6. Niños-salvadores (cuidadores de sus padres y hermanos): Existen niños hiperresponsables que asumen desde pequeños responsabilidades que no les corresponden, tienden a madurar antes de tiempo, son niños que no han vivido la infancia, crecen con pesadas “mochilas emocionales” y con un alto nivel de dependencia emocional e inseguridad, son niños ansiosos y miedosos que se sienten responsables de todo aquello que ocurre en el núcleo familiar. Tienden a desarrollar “el síndrome del salvador” y se convierten en adultos que creen que deben asumir aquellas responsabilidades que no son suyas, con tal de que las cosas funcionen, sintiéndose culpables cuando no lo logran.

 

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