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¿Qué prefieres: tener razón o ser feliz?

Tiene razón, la amargura es un veneno poderoso que contamina todas las áreas de la vida y a todo aquel que se acerca. Es un cóctel tóxico cuyos ingredientes son la tristeza por uno mismo, por lo que pudo ser y no fue

Por Isabel Serrano-Rosa (c)

«Amargura no, por favor. Puedo soportar sentir tristeza, enfado, asco y miedo, pero la amargura es lo peor» Son las palabras de María que se enfrenta a un divorcio conflictivo. Tiene razón, la amargura es un veneno poderoso que contamina todas las áreas de la vida y a todo aquel que se acerca. Es un cóctel tóxico cuyos ingredientes son la tristeza por uno mismo, por lo que pudo ser y no fue. Se añaden grandes dosis de resentimiento hacia el otro, por lo que debió hacer y no hizo y de frustración hacia la vida por sus injusticias.

Es un verdadero obstáculo en el camino de la recuperación, pues el pesimismo y el malhumor tiñen cada segundo. En el caso de María, es la decisión de su hijo adolescente de vivir con su padre que «ha comprado su voluntad con el dinero que yo no tengo», relata. Lo sucedido es, a todas luces, injusto para ella que se ha desvivido por su vástago todos estos años. Sin embargo, sus buenas razones para estar triste y enfadada le están amargando la vida. Está siempre enfadada, con una actitud cínica y negativa ante la vida. Lanza pullas a todo el que se acerca, le molesta la alegría de los demás y la relación con su hijo se ha llenado de sarcasmo. Cada momento de su día tiene un sabor amargo.PUBLICIDAD

LA AMARGURA CLAMA JUSTICIA

Gritar con fuerza «hay que hacer algo» cuando sucede una injusticia es una afirmación legítima que ha ayudado a conseguir muchos logros. Sin embargo, la trampa del amargado es considerar que ese algo lo tiene que hacer otro, el ofensor, ya sea el hijo, el marido, el amigo, el gobierno, el político, la empresa o el mismo Dios llegado el caso.

Para justificar su postura, tiene una larga lista de buenas razones. Es en este listado donde se esconde el veneno: el impulso a actuar que promueve la ira se da de bruces con la pasividad de la pesadumbre que dice «no es a ti a quien toca mover ficha, tú eres la/el agraviada/o».

Este conflicto es la antesala de la llamada indefensión aprendida, término acuñado por Martín Seligman, conocido por ser el padre de la Psicología Positiva, la ciencia que estudia el bienestar. Supone vivir bajo el yugo de una situación injusta o dolorosa, pero haber tirado la toalla pensando que no hay nada que puedas hacer para cambiar las cosas. Estos pensamientos se observan a menudo en las víctimas de maltrato y abuso y son precursores de la depresión, la adicción y los trastornos de ansiedad entre otros.

¿No te has preguntado alguna vez por qué hay gente que le habla a la televisión para clamar justicia? Justo lo que le sucede ahora a un caballero sentado en la mesa que tengo al lado en una cafetería. «Seguramente, lo hace para esquivar la indefensión aprendida», me digo. Mientras se aúlla como un lobo contra la pantalla, la fantasía de hacer algo está activada. Si cuando se apaga la tv el malestar persiste a lo largo del día ¡estás infectado de amargura!

¿PREFIERES TENER RAZÓN O SER FELIZ?

Esta pregunta era un clásico de los cursos de desarrollo personal y autoestima hace años. Perseguir a toda costa llevar razón es un motivador, a priori, para luchar contra las injusticias, pero se paga el peaje de vivir alejado de otras grandes emociones motivadoras como son la alegría y el altruismo. Por no hablar de la conducta de evitación de los demás. Sin embargo, el riesgo mayor es convertirse en una persona amargada, con pensamientos rígidos y conductas ofensivas, eso sí, muy bien justificadas.

La respuesta de los asistentes al curso más amargados solía ser «a mi lo que me hace feliz es llevar razón» y abandonaban el aula airados, para después meter pullas, ironizar y desdeñar al resto de participantes a los que llamaban ‘flower power’. La amargura considera ingenua y superficial la necesidad de felicidad.

Un estudio encargado por EL MUNDO a Sigma Dos evidenciaba que el 55,3% de los jóvenes entre 18 y 29 años prefería estar en el paro a seguir trabajando en un puesto que les hiciera infelices. «Los jóvenes se han cansado de vivir para trabajar», concluía la investigación. Buscar una vida mejor que la de sus padres determinada por la productividad a toda costa es un deseo comprensible y que los jóvenes se pongan manos a la obra para conseguirlo también.

Sin embargo, la amargura puede estar al acecho detrás de su objetivo. Por una parte, la frustración por la realidad que no se puede cambiar fácilmente puede llevar a renunciar y rendirse antes de tiempo, a hacer desconfiar de las propias capacidades y teñir la vida de desilusión. No tener recursos para persistir ante los retos es un efecto negativo de la sobreprotección en todos los ámbitos.

El otro aspecto es la ilusión de control, alimentada por la cultura tecnológica donde parece que la realidad es fácilmente controlable con un ‘click’. Esta ilusión se derrumba ante las tragedias de nuestra vida o la incapacidad para ponernos de acuerdo incluso en aspectos cruciales para todos. El control lleva al descontrol y, de ahí a la desesperanza y la amargura, hay solo un paso.

El psicólogo Paul Watzlawick, en su libro ‘El arte de amargarse la vida’ (1983), medio en broma medio en serio afirma que «llevar una vida amargada lo puede cualquier, pero amargarse la vida a propósito es un arte que se aprende«. La amargura no siempre tiene que ver con los eventos externos sino con una actitud vital negativa y derrotista provocada a menudo por viejos patrones y hábitos. Como dice el proverbio: para algunos no hay nada más difícil de soportar que una serie de días buenos.

María, mi paciente decidió abandonar la amargura y reconciliarse con su hijo «porque -tal y como aseguró- hay cosas que no se compran con dinero». Y tú, ¿qué prefieres tener razón o ser feliz?

Cómo apoyar a un amargado (sin que te intoxique)

«La realidad es como es y en ella se oculta la felicidad que no proviene de la manipulación de los hechos o personas sino del desarrollo de la paz interior, aún en los desafíos y dificultades», afirma Robin Norwood, psicóloga especialista en dependencia emocional. Las personas con amargura se vuelven muy dependientes de la realidad que desean cambiar, pues es en ese cambio donde se proyecta su felicidad.

La persona amargada necesita ayuda, pero hay que ponerse un traje antivirus porque su cercanía puede destrozar la autoestima. Estas son algunas sugerencias:

  • No tomarse al pie de la letra lo que dice
  • No considerar sus ataques como algo personal
  • Hablar de lo que les sucede, pero con un cierto desapego
  • Ver con ella otros puntos de vista
  • Hacer todo lo anterior durante un tiempo limitado
  • Detectar sus comportamientos pasivo-agresivos y señalarlos
  • No reaccionar a su cinismo, es mejor salir del terreno de juego
  • omarse un tiempo para uno mismo y descansar de la nube amarga

por Isabel Serrano-Rosa (c) psicóloga y directora del centro EnPositivoSí

Publicado el 30 de noviembre 2022

https://www.elmundo.es/vida-sana/mente/2022/11/30/63848ff0fdddff940e8b45dc.html

Como alcanzar la serenidad

LA SERENIDAD, la emoción que nos ayuda a gestionar el dolor y los obstáculos de la vida

Supone la aceptación sin resignación, el desapego sin frialdad, la reflexión con acción y el camino desde el desorden al propósito. Es siempre el rayo de luz que indica que nos acercamos a la senda de la recuperación, aunque antes nos vayamos a encontrar con algunas piedras en el camino.

No se puede prometer la luna, es decir, vivir en un estado permanente de tranquilidad, porque esta emoción requiere un entorno sosegado para disfrutar de ella y el horizonte está movidito: hay guerras, carencia, pandemias y pospandemias, desesperación…

Para colmo, junto con las ahora llamadas ‘personas vitamina’, convives con ‘personas toxina’ empeñadas en hacerte vomitivo el día, a conciencia o sin saberlo (la mayoría de los tóxicos con pedigrí traen de serie la creencia de que son tipos guay, a los que los demás no conocen bien porque tienen ese «je ne sais quoi», ese no sé qué, que produce envidia).

Tampoco se puede prometer las estrellas, es decir, un estado inalterable de paz interior «ommm», donde tus pensamientos, emociones, sensaciones y pulsiones conviven en el mar del sosiego.

Nuestra mente es como un mono, afirma el budismo, que salta de rama en rama, del whatsapp al mail, de éste a YouTube pasando por Instagram y las últimas noticias, con el apoyo maléfico de las notificaciones, para quedarse moneando después, durante horas, en la rama del árbol llamada «la preocupación de turno».

Entonces, ¿la tranquilidad y la paz interior no son posibles en un mundo como el nuestro? A pesar del escepticismo inicial, la respuesta a esta pregunta es afirmativa. Estas dos emociones se pueden conseguir de manera más estable gracias a otra emoción que es la llave maestra en el camino del bienestar: la serenidad.

Es la Estrella Polar que indica la dirección adecuada, sobre todo, cuando arrecian las tormentas de la vida, ya sean internas o externas. Tiene como marco de referencia la realidad, es decir, asumir las cosas como están para poder actuar sobre lo que se puede cambiar o aceptar aquello a lo que no tenemos alcance.

SERENIDAD

Supone haber adquirido un buen grado de autoconocimiento (pertenece a la familia de la alegría, la emoción positiva que señala la conexión con uno mismo) para observar lo que sucede tal y como se presenta, sin autoengaños y apegos.

Si estoy triste, es una realidad interna que no va negada, pues solo aceptando esa emoción puedo transformarla. Si mi compañero es un tipo competitivo asumo este aspecto y, no comparto con él mis ideas pues seguramente se las atribuya y buscaré al generoso para ello. Es admitir los días de lluvia por lo que son, días en los que hay que salir con paraguas.

Es una capacidad con la que no nacemos, pero que se puede aprender, sobre todo, tolerando la frustración cuando las cosas no son como uno quiere. «Lo que resistes, persiste», es un patrón mental que sugiere que -como en las arenas movedizas- cuanto más niegas la realidad, más te hundes en ella.

Con la serenidad tenemos la perspectiva general de la situación (posición estratégica) y el manejo emocional suficiente para actuar (posición táctica). Por lo tanto, serenarse consiste en admitir como están las cosas y modificar tu respuesta en consecuencia.

Así lo hizo Juan, que estaba desesperado en su trabajo con una jefa insegura y dominante que le volvía loco. Tomó perspectiva, se dio cuenta de que no quería cambiar de trabajo con sus 50 años y más de 20 dedicados a esa empresa. Decidió estabilizar su estado de ánimo y cambiar el foco de la «injusticia de sus desvaríos» a la búsqueda de herramientas de mediación con ella.

TRAMPAS PSICOLÓGICAS

La serenidad es siempre el rayo de luz que indica que se acerca la senda de la recuperación, pero antes nos vamos a encontrar con algunas piedras en el camino, en forma de trampas psicológicas o resistencias al cambio. Las de Juan fueron estas:

La ilusión de control. La tendencia humana, a creer que cuando las cosas se ponen feas hay que pasar a tener todo dominado. El control ayuda, pero también hay que admitir que hay asuntos incontrolables (como la mente de su jefa). El deseo de prever la conducta de ella le llevó al descontrol de su propia vida.

La hiperactividad. ¿Conoces a alguna de esas personas hiperactivas que siempre tienen 1.000 cosas que hacer y casi nunca descansan? Seguramente esconden dolor y malestar bajo tanta actividad. Juan tenía auténtico miedo al aburrimiento.

El enganche al sufrimiento. Durante un tiempo, disfrutó de la compañía de un «corralito de compañeros solidarios» con los que recreaba su papel de coprotagonista de su drama laboral. Obtenía mucha atención y eso le hacía sentir bien, pero era rebozarse en el fango.

El autoengaño. Consiste en tener objetivos poco realistas pero muy bien razonados. La pista de que hay una brecha demasiado amplia entre las expectativas y la realidad suele ser que todo cuesta un esfuerzo desmedido. Hablar con Juan era como escuchar a alguien que iba a participar en las olimpiadas cada día.

El bucle emocional. Los pensamientos que provocan ansiedad o enfado no son en sí mismos el problema sino el crédito que le damos. Le recordé la respuesta de Lama Gangchen Rimpoche (un lama médico tibetano al que tuve la suerte de conocer) cuando le pregunté si nunca se enfadaba. Se rio y dijo: «Sí, solo que ya no me importa».

El apego a la lucha. Un día, cuando Juan fue adquiriendo serenidad, uno de sus colaboradores le dijo «dile a tu psicóloga que te de armas para luchar». Se sorprendió, porque estaba acercándose a sus metas más que nunca. Entendió que, en un mundo acelerado como este, algunos percibían su serenidad como inactividad o debilidad.

La serenidad es, al fin, la aceptación sin resignación, el desapego sin frialdad, la reflexión con acción, del desorden al propósito. Como reza en la oración de la serenidad atribuida a Francisco de Asís: «Dios mío, concédeme la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, el valor para cambiar las cosas que puedo cambiar y la sabiduría para conocer la diferencia». ¿Complejo? Sí, pero posible y el destino vale la pena.

Artículo publicado por Isabel Serrano Rosa en el suplemento Zen del diario El Mundo el 26 de enero de 2023

https://www.elmundo.es/vida-sana/mente/2023/01/26/63cfb15121efa030688b456e.html

COMO RECUPERAR LA SERENIDAD

Secretos de Pareja

Hay un mito sobre relaciones que invita a contar todo al compañero. ¿Hasta qué punto es sano y conveniente?

por Isabel Serrano-Rosa (c)

Las parejas que funcionan tienen su propio lenguaje secreto hecho de palabras cómplices, gestos exclusivos, guiños en la distancia, escuchas en silencio, rituales de afecto y juegos sexuales que el tiempo y la intimidad han construido. Un idioma que les une porque solo ellos conocen. Tienen, también, su propio código para resolver conflictos, afrontar lo que tiene solución, callar lo que no hace falta contar y perdonar lo que no tiene arreglo.

Guardan, a su vez, su jardín secreto y privado con los propios sueños e historia. No sirve para engañar sino para dar aire a la relación, no volverse obvio para el otro, mantener esa pizca de misterio y sorpresa que siempre atrae y proteger el espacio individual como exclusivo. Hay un mito de pareja que dice que al compañero hay que contarle todo. ¿Todo, todo? La conclusión de los psicólogos sociales es que a un amigo le puedes contar de la A a la Z, pero a una pareja como mucho hasta la W, para no morir de «sincericidio» (sobredosis de sinceridad) y dar cabida a la confianza mutua.

Las parejas simbióticas «somos uno» tienen fecha de caducidad por ser excesivamente explícitas. Lo que suele ocurrir es que:

  • Se rompan sepultadas por el aburrimiento o abrasadas por la aparición de una nueva llama.
  • Se conviertan en buenos amigos sin un ápice de chispa.
  • Se transformen en parejas «ni contigo ni sin ti», donde cada uno alberga un contradictorio deseo: que el compañero supla todas sus necesidades y le comprenda sin que ello implique hacer lo mismo con él.

GUARDAR UN SECRETO

Las parejas que no funcionan también tienen ese lenguaje sutil y secreto que les une ¡y mucho! pero en el dolor y el daño mutuo construido de crítica, desprecio, desapego y susceptibilidad, las conductas más dañinas que John M. Gottman, reconocido psicólogo estudioso de las relaciones llama «Los Cuatro Jinetes de la Apocalipsis».

En el atardecer del día de San Valentín, viendo al «escuadrón floreal» que deambulaba por las calles de la ciudad, por deformación profesional, me preguntaba cuántos misterios escondían aquellos ramos. Los secretos, es decir, la información que decidimos guardar, no son ni buenos ni malos, son una estrategia de afrontamiento de la realidad, una forma de manejar los hechos, de decidir qué se cuenta y no se cuenta. Pueden tener consecuencias positivas o negativas, con valores éticos o sin ellos, a conciencia o por despiste, pero requieren de un buen autocontrol e inteligencia emocional porque siempre afectan.

No hay muchos estudios sobre ellos, el más conocido investigador es Michael Slepian de la Universidad de Columbia que junto con Alex Koch de la Universidad de Chicago (2021) estimaron que el 97% de la población guardaba sus «cosillas» con un promedio de 13 secretos ¡al mismo tiempo! Dividieron los secretos en tres tipos:

  1. Los que tienen que ven con los valores (inmoralidad) como dar a conocer o encubrir actos ilegales, conductas que afectan a la vida de otras personas, secretos financieros como fraudes fiscales o estafas.
  2. Los que tienen que ver con las relaciones con los demás (conectividad), como infidelidad, fantasías sexuales, trapos sucios de familia, haber perdido la confianza y no contarlo, etc.
  3. Los que tienen que ver con nuestra vida personal/profesional (confidencialidad) como ambiciones profesionales, mentiras del CV, problemas de salud, descontento grupal, etc.

LA RUMIACIÓN

Por muy convenientes que los veamos a veces, los secretos nos desvían de la tendencia natural a comunicar, obligan a ser menos espontáneos, por no hablar de la atención y energía que requiere que no se nos «escapen» en el peor momento o las mentiras que pueden conllevar. El problema es que hay que convivir con ellos y con las emociones que suscitan. Por ejemplo, ante una infidelidad surge la vergüenza, porque afecta a la identidad («soy un infiel»). La culpa, cuando cuestionas lo que haces («engaño a mi pareja») y el miedo por las consecuencias de esta conducta.

Según un estudio, el 25% de los españoles reconoció que si sus secretos fueran revelados cambiarían completamente sus vidas. Sin embargo, no es tanto el contenido del secreto lo que afecta, sino las vueltas que le damos en nuestra cabeza, es decir, la rumiación sobre el tema, que agota, gasta energía y puede convertirse en una verdadera obsesión. ¿Quién no lo ha vivido alguna vez, ya sea porque guardas tu secreto o porque alguien te confiesa el suyo? Recuerdo un episodio que me sucedió hace años. Un paciente llegó a mi consulta, confesó que le habían diagnosticado SIDA, pero que no tenía intención de contárselo a sus parejas, condenándolos a un posible contagio. Nunca más le volví a ver, sus datos eran falsos. Descargó el peso de su secreto y se fue. Todavía hoy me crea una gran inquietud, estuve rumiando durante años si podía haber hecho algo más. Ese es el riesgo de los que tenemos la confidencialidad de la información como código deontológico (aunque también tiene sus límites).

La carga del secreto hace que se perciba la vida más complicada y las tareas cotidianas más agotadoras. Además, se cometen más errores de percepción, la distancia entre dos puntos parece más alejada y se multiplica la sensación del esfuerzo que en realidad requiere una tarea, como demostraron en 2017, el Dr. Slepian, James N. Kirby de la Universidad de Queensland y Elise K. Kalokerinos, de la Universidad de Newcastle, en un estudio con mil participantes que acumulaban 6.000 secretos.

Hay un aspecto evolutivo en el secreto: puede ser el horno en el que se cuecen algunos cambios que la persona desea. Existe un conocido modelo terapéutico elaborado por James Prochaska y Carlo Diclemente para la intervención en adicciones compuesto de varias etapas que es posible ver en muchos procesos de cambio. Estas son:

  • Precontemplación: algo me pasa, pero no sé qué es.
  • Contemplación: tomo conciencia, pero no quiero compartirlo.
  • Preparación: se plantea el cambio.
  • Acción: conductas activas encaminadas al cambio.
  • Mantenimiento: se va creando el hábito en la vida cotidiana.
  • Recaídas: tropiezos del cambio que pueden hacernos más fuertes o débiles.

El secreto se suele «colar» en todas las etapas del cambio, pero especialmente en las tres primeras. Recuerdo a Mila que se sentía muy desdichada (precontemplación), descubrió que era la relación de pareja su fuente de tristeza (contemplación), comenzó a plantearse la idea de la separación sin tener fuerzas para ejecutarla (preparación). Dejó la terapia, no quería compartir su secreto con nadie más. Se dedicó a la dolce vita un tiempo, a hacer como si fuera feliz, pero la verdad tiende a salir a la conciencia por más que intentes hundirla, como una pelota hinchable en el agua vuelve a la superficie con más ímpetu todavía.

Ahora se ha puesto en acción (con sus correspondientes recaídas). Cuando se produce una revelación, en el fondo es una petición de ayuda, de espacio para compartir con seguridad y desde ahí impulsarse al cambio. Quizás este sea el momento de despedirse como en las bodas con la manida frase: «si alguien tiene algo que decir, que hable ahora o calle para siempre». Y se atenga a las consecuencias, cabría añadir.

CÓMO GUARDAR UN SECRETO

Los secretos también encubren y tienen mucho poder (piensa en la delincuencia que se esconde con sus lenguajes secretos estilo Cosa Nostra). Según Michael Slepian y Alex Koch los secretos que producen más daño son los que aíslan y avergüenzan, para manejarlos propusieron a un grupo de personas cambiar sus creencias en torno a ellos:

  1. Para los secretos de carácter moral: «No hay nada malo en tener este secreto».
  2. Para los relacionales: «Este secreto protege a alguien que conozco».
  3. Para los de confidencialidad: «Entiendo la importancia de este secreto».

Observaron que, de esta manera, se producía menos rumiación sobre su secreto. Sin embargo, si lo que escondes te pesa en exceso, quizás lo mejor sea revelarlo en el momento adecuado y a una persona de total confianza.

(c) ISABEL SERRANO ROSA* es psicóloga y directora de enpositivosi.com

Artículo publicado por Isabel Serrano Rosa en el suplemento Zen del diario El Mundo el 1 de marzo de 2023

https://www.elmundo.es/vida-sana/mente/2023/03/01/63fdedecfdddff4a268b45bb.html

Saber utilizar los silencios

Silencio para salvar o dinamitar la pareja

A veces, las palabras pueden ser ruido para no decir nada. El silencio siempre habla. Incluso, el vital sonido de la respiración enmudece unos instantes cuando algo importante pasa. Es capaz de acallar multitudes con un minuto de silencio que es respeto para las almas. «Ha pasado un ángel», se dice cuando, al improviso, todos callan.

 Artículo de Isabel Serrano-Rosa (c)

También, puede ser un demonio si la respuesta que anhelas falta o cuando el poder se expresa con golpes sin palabras. «No hay mayor desprecio que no hacer aprecio», es el refranero el que habla. El silencio es el rey en el tablero de ajedrez de las palabras: actúa poco, pero en el momento apropiado si lo mueves, ganas. Sin embargo, nuestra cultura prefiere a la reina: la diversión tiene que ser ruidosa, frenética, locuaz, animada.

SILENCIO EXTERIOR

Algunas investigaciones apuntan a que los japoneses son capaces de estar más de ocho minutos reunidos sin mediar palabra; a nosotros más de cuatro se nos atragantan. Sabia decisión nipona porque, fuera las ciudades, braman, como nuestras reuniones patrias.

Robert, un sosegado extranjero afincado en España, describe con guasa su último evento de empresa. Hace con las manos el gesto de un volcán en erupción y dice: «Todos hablan a gritos y, a la vez, yo me como un canapé, bebo agua y me lanzo a la lava».

Una investigación llevada a cabo en el Research Center for Regenerative Therapies Dresden (Alemania) observó que el completo silencio de dos horas en los ratones ayudaba a las neuronas a regenerarse; también aumentaban el número de células del hipocampo, zona que regula la memoria, el aprendizaje y las emociones. Estas células se integraban posteriormente en el sistema nervioso modificando la estructura cerebro.

Además, según el artículo «El silencio afecta a la vida», de la psicóloga Lecina Fernández, un ambiente silencioso aporta paz, tranquilidad, calma, concentración, atención, escucha del mundo interior y desconexión del exterior, entre otros beneficios. Funciona como en las ciudades donde los servicios de basuras se llevan lo que no sirve cuando todo está en pausa. Con el cerebro «limpio» podemos encontrarnos con la grata sorpresa de una solución inesperada, una buena idea o simplemente con la calma.

En contrapartida, el ruido produce nerviosismo, irritabilidad, cansancio, insomnio, sube la tensión y aumenta el cortisol (hormona del estrés). De hecho, el llamado maltrato ambiental consiste en generar ruido moviendo objetos rudamente, golpeando puertas, rompiendo cosas, pues este estruendo activa un miedo ancestral que sobresalta y debilita. Además, conlleva la amenaza velada de que «hoy hago a la puerta lo que mañana te puedo hacer a ti».

SILENCIO INTERIOR

Esto, más o menos todo lo sabemos, no es una novedad, entonces ¿por qué mi vecina no deja de hablarle a su bebé que llora desconsolado? ¿Por qué no usa el silencio (y el contacto) como estrategia anti-llanto? Es cierto que la palabra es un puente hacia el otro, pero el silencio con afecto significa seguridad y descanso. Quizás tiene miedo al silencio, una especie de ‘horror vacuis’, que produce el parar y poder escuchar lo que nos pasa por dentro.

Al igual que el silencio exterior, buscar momentos de pausa para conectar con el propio mundo interno es una medicina para el cuerpo y el alma. Ayuda a reencontrarse con la reflexión, la creatividad y la intuición. Al volver a la realidad exterior podemos contemplar mejor la belleza que nos rodea y los aspectos más positivos de la vida. Es una forma de auto afecto que, paradójicamente, previene y amortigua el sentimiento de soledad.

Es cierto que nuestro interior también es un lugar lleno de ruido. Entre sesenta y ochenta mil pensamientos al día es un tráfico difícil de regular: confusión, obsesión, fantasías, expectativas, emociones, etc. salen a la luz cuando callamos, es como meter agua limpia en una tubería obstruida y arrastrar la suciedad. Es inquietante, pero vale la pena porque el diálogo con uno mismo activa las redes neuronales que definen la identidad.

SILENCIO COMO RESPUESTA

El silencio puede ser el mejor de los aliados en una relación. Con él podemos respirar y dejar respirar al otro o asfixiarle hasta la muerte. Goethe decía que hablar es una necesidad y escuchar, un arte. Saber utilizar los silencios (como los enfados), parafraseando a Aristóteles en su ‘Ética a Nicómaco’, «con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto», eso, ciertamente, es una obra maestra.

El silencio «bueno» sirve para desintoxicarse, coger perspectiva, aliviar la tensión y reducir el cansancio que muchas veces las relaciones producen, incluso las mejores, porque influyen, contagian y despistan. Las neuronas espejo, que recogen los sentimientos de los demás, están a menudo hiperactivas.

Su complementario, el silencio cómplice, surge estando juntos compartiendo un momento, callando para no herir o respetar las diferencias. Requiere el silencio paciente de la escucha, que otorga ese momento de atención al otro, que en mi profesión sabemos tan terapéutico. Todo esto supone afianzar el autorrespeto para poner límites y fortalecer el autocontrol para no desbordarse. El premio, una buena relación, la serenidad y… bajar la tensión arterial.

SILENCIO QUE HACE DAÑO

Nunca como ahora llegan a la consulta personas pidiendo explicaciones sobre la «callada por respuesta de otro». No es tarea fácil porque proyectamos en la pantalla en blanco de su mutismo nuestras propias angustias y temores: ¿me ataca? ¿me abandona? ¿me rechaza? ¿me extraña? ¿le importo? ¿qué piensa? ¿miente? ¿qué oculta?

Es facilísimo caer en el autoengaño y narrar la realidad según nuestro modo y miedo. El cerebro tiene una zona llamada giro cingulado que es un gran simulador virtual de relaciones, que ayuda a prever a los demás como una forma de supervivencia. Pero, supone, al menos, ser un poco empático (algo bastante difícil cuando el otro se muestra completamente reservado).

El silencio verdaderamente dañino produce vacío y dolor. Como el momento callado de las parejas juntas, pero separadas por un móvil a muchos kilómetros de distancia. Es estar mirando el Whatsapp para ver si llega la respuesta esperada: «en línea y no contesta ¿a qué está esperando?». El silencio se llena de fantasías, de obsesión, una forma eficaz de hacerse daño.

Finalmente, está el silencio como forma de poder, de ejercer control sobre los demás. Es la estrategia agresivo-pasiva de dañar por no decir. Un ataque que no da la cara. Con las redes esto es aún más fácil: ghosting, benching, gaslighting y más gerundios anglosajones, ideados para el castigo y el rechazo indirectos o evitarse las molestias.

A veces, hay silencios a medias, muy manipuladores:

  1. Los del «quizás» para moverse en la ambigüedad y dejarnos en espera.
  2. El mentiroso, donde si no dices nada no mientes.
  3. La ocultación, hacer entender una cosa, aunque la intención sea otra.
  4. El tramposo, que juega con las medias verdades y te vuelve loco.
  5. El del secreto, donde no puedes contar lo que sabes y condena a la incomunicación.

G. Tordjman, en 1988, ya consideró una de las necesidades emocionales de las relaciones especialmente de pareja es «recibir señales claras de reconocimiento del otro, sean estas positivas o negativas. La mayor agresividad es la indiferencia, tanto para el individuo como para la pareja. Es preferible un conflicto abierto a la indiferencia porque esto implica, aunque sea de forma negativa el reconocimiento del otro».

Por eso, aprendamos del silencio «bueno» que conecta y evitemos el «malo» que ataca. Para ello, lo mejor son las técnicas del tres: 3 minutos al día de meditación con la atención orientada hacia el interior; 3+3 minutos de escucha para cada miembro de una pareja sin interrupción una vez a la semana; 3 días al máximo para dar señales de vida ante una discusión, acercarse hasta 3 veces al que se oculta y si no hay respuesta es el momento de coger distancia.

«Me gustas cuando callas porque estás como ausente. Distante y dolorosa como si hubieras muerto. Una palabra entonces, una sonrisa bastan. Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto». (Pablo Neruda).

La única solución para combatir la técnica del hielo, el más dañino de todos los silencios. 

El más dañino de todos los silencios es el de la técnica del hielo, que está orientada al castigo psicológico y a la manipulación extremaLa estrategia es hacer como si no hubiera pasado nada o la zanjar con un «me callo porque vamos a acabar mal» aunque la actitud es hostil por la frialdad y el distanciamiento. Es violencia encubierta con la intención de hacerte sentir culpable. Si te acercas, te ignora, no responde a las llamadas, no quiere tu opinión; solo pone pegas. En definitiva, es un «dramaholic» que actúa como si hubieras cometido una ofensa mucho mayor.

  • Solo hay un tipo de solución: la retirada de comunicación completa, el silencio total, el llamado contacto cero, mientras dura el ataque del hielo, para que no funcione. Esta técnica está pensada para ayudar a las víctimas a salir de situaciones de violencia, maltrato o sumisión, donde prima el dominio de uno sobre otro. No dar información a estos perfiles minimiza el riesgo y además, da alguna posibilidad de control de la situación

(c) Isabel Serrano-Rosa

Artículo publicado por Isabel Serrano Rosa en el suplemento Zen del diario El Mundo el 14 de febrero de 2023

https://www.elmundo.es/vida-sana/mente/2023/02/14/63e5e9c321efa0f7488b4571.html